18 dic 2006

"El Convoy de Somellera", por Manuel Vila


El ingeniero Manuel Vila, presidente del Foro de la Memoria de Parque Patricios y autor de ¿Quién mató a Mariano Moreno?, comparte con las visitas de este blog algunos de sus poemas, un anticipo de su libro de poesías nostálgicas de barrio. Elijo en esta oportunidad "El Convoy de Somellera", una poesía que va de los abuelos a los nietos, parando en el limonero, con mirada a la costanera.

De un "convoy" como hubo tantos
en la calle Somellera,
me hice una casita antigua
con fondo y enredadera.
Con mirador hacia el Puente
y aquella iglesia pionera,
alzada sobre andurriales,
adorada por doquiera.
Si me sacaran de enfrente
tanta construcción somera,
como en tiempos de Lezica
vería la costanera.
Costanera del Riachuelo
donde Mendoza anduviera,
y donde hasta algún inglés
desplegara su bandera.
Historias ha habido muchas
pero entre dos medianeras,
yo amo la de mis abuelos,
carretero y lavandera.
El, era un flor de atorrante
que empilchaba de primera.
Ella lavando ganaba
Lo que él se jugaba afuera,
El con su sombrero alto,
Ella con larga pollera,
Rodete sobre la nuca,
rosario, anteojos, cartera.
La lata de Mazawate
la pintaba tal cual era,
preparaba el chocolate
en su vieja compotera.
Como olvidar esa parra
de uva chinche donde hubiera
racimos para llevar
todo lo que uno quisiera.

Y el limonero huesudo
retorcido por afuera,
pero, que aún viejo
producía unos frutos de primera.
La recibí por herencia
si no, la hubiera llorado.
Como elaborar la ausencia
de aquel hermoso pasado,
si al "convoy" de Somellera
alguien lo hubiera comprado.
Allí mi vieja, a escondidas,
se "emperró" en enamorarse,
de aquellos ojos celestes,
y no paró hasta casarse.
No importó que se opusieran
carreros ni lavanderas,
ni que otro amor le buscaran,
ni que la desconocieran,
cuando al ser mayor de edad
y en la iglesia de la abuela,
se desposó con Manuel,
mi viejo,... y no con cualquiera.
Como no voy a adorar
al "convoy" de Somellera,
si allí se criaron mis hijos
y hoy tengo un nieto que juega
de punta a punta del patio,
donde lavaba mi abuela,
juntando generaciones
mientras el tiempo se vuela.

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posted by Gabriel Giubellino at 11:11 a.m.

3 COMENTARIOS:

Blogger Gabriel Giubellino said...

Le escribí a Manuel con la curiosidad de saber el fondo de esta historia. Me contestó:

"El Fondo de una historia.
Mi abuelo, Luciano García Gantes, había nacido en un pueblo que él ubicaba a cuarenta leguas de La Coruña, en un cálido mes de Julio de 1883.

Para mis oídos de niño, tal precisión en la ubicación era fantástica. Cuando con el tiempo traté de rastrear sus orígenes, y ubicar la localidad, comprobé que tal distancia llegaba hasta Madrid.

Fue la primera fuga de Luciano.

Sus sueños transoceánicos lo trajeron a Buenos Aires, cuando recién despuntaba el sol del siglo veinte. En su segunda fuga, el tiempo, el silencio y la falta de documentos, ocultan los preámbulos por los cuales se casa por poder con una nativa de Pontevedra, Pilar Castro, a la que recibe luego para compartir el futuro en un terreno con pieza, piecita y retrete en la calle Somellera.

Luciano, un vivillo de aquellos que se ganaba la vida criando gallinas en los lotes vecinos (aún deshabitados) para llevarlos con su chata y venderlos en el Mercado de aves y huevos de Parque de los Patricios, se preocupó por instalarle a Pilar una inmensa pileta con la cual financiaba sus excursiones por cuanto boliche proliferara en los alrededores.

Contaba Pilar muchos años más tarde, que con su trabajo debió reponerle dos chatas que Luciano se comió en el juego y algo más. Ella utilizaba el resto de su tiempo en frotar la cruz de un crucifijo que colgaba de su rosario, mientras rezaba en la iglesia de Avenida La Plata casi Caseros.

En 1915 les nace Celia, a la que la meningitis se llevaría once años después, y en 1917 otra chancleta con los consabidos nombres de abuelas y tías de España, Elvira Elena Isabel, que no era otra que mi vieja.

4:20 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

Gabriel:
En "El Fondo de una historia" quedó inconclusa la parte final del texto. Puede ser por un problema de mi envío o de tu copia, pero pierde sentido el texto. Te envío el texto completo.
Manuel Vila
El Fondo de una historia

Mi abuelo, Luciano García Gantes, había nacido en un pueblo que él ubicaba a cuarenta leguas de La Coruña, en un cálido mes de Julio de 1883.
Para mis oídos de niño, tal precisión en la ubicación era fantástica. Cuando con el tiempo traté de rastrear sus orígenes, y ubicar la localidad, comprobé que tal distancia llegaba hasta Madrid.
Fue la primera fuga de Luciano.
Sus sueños transoceánicos lo trajeron a Buenos Aires, cuando recién despuntaba el sol del siglo veinte. En su segunda fuga, el tiempo, el silencio y la falta de documentos, ocultan los preámbulos por los cuales se casa por poder con una nativa de Pontevedra, Pilar Castro, a la que recibe luego para compartir el futuro en un terreno con pieza, piecita y retrete en la calle Somellera.
Luciano, un vivillo de aquellos que se ganaba la vida criando gallinas en los lotes vecinos (aún deshabitados) para llevarlos con su chata y venderlos en el Mercado de aves y huevos de Parque de los Patricios, se preocupó por instalarle a Pilar una inmensa pileta con la cual financiaba sus excursiones por cuanto boliche proliferara en los alrededores.
Contaba Pilar muchos años más tarde, que con su trabajo debió reponerle dos chatas que Luciano se comió en el juego y algo más. Ella utilizaba el resto de su tiempo en frotar la cruz de un crucifijo que colgaba de su rosario, mientras rezaba en la iglesia de Avenida La Plata casi Caseros. Ese era el destino de las mujeres en las primeras décadas del siglo.
En 1915 les nace Celia, a la que la meningitis se llevaría once años después, y en 1917 otra chancleta con los consabidos nombres de abuelas y tías de España, Elvira Elena Isabel, que no era otra que mi vieja.
En 1923, figura la rendición de un tal Luciano García, como encargado del depósito municipal de chatas, que logra la conformidad del Intendente. No creo que fuera mi abuelo, se hubiera comido hasta las chatas del municipio, salvo que el Intendente compartiera sus travesuras. Vaya uno a saber.
Lo cierto es que a medida que Pilar lavaba, se construían nuevas piezas, que recibían nuevos emigrantes gallegos, que conseguían trabajo y entregaban su aporte por las piezas, que Elvira limpiaba y la ropa limpia que Pilar lavaba. Todo un círculo que solo incluía a Luciano como cobrador.
Alguna vieja vecina lo recordaba en el largo patio del conventillo, sentado en su silla de esterilla, en camiseta de frisa, con su jopo y sus anteojos, recordándole a los inquilinos, el cercano vencimiento de los pagos.
Un 840 con todas las de la ley, que por suerte no se le ocurrió prostituir a ninguna, era lo único que le faltaba.
Entre los gallegos recibidos en Somellera se contaron dos sobrinos de Luciano; Pilar y Luis Barreiro García.
A todo esto, mi vieja, Elvirita para todos, se perfeccionaba en el Patronato de la Infancia y aprendía costura, y confección en el profesional, transformándose en una joven dulce e inteligente, para la cual Luciano ya había planeado su casamiento con su primo Luis.
A tres puertas de mi vieja, vivía un familión con siete hijos, de apellido Vila.
El mayor de los varones, de nombre Manuel, había posado sus ojos celestes sobre la dulce Elvira, y el relámpago mutuo, anuló en un instante cualquier proyecto peregrino de Luciano, de Luis y del que cayera.
Cuenta la misma vieja vecina, que siendo la vereda una senda de ladrillos en el barro, alguna vez, Luciano y Luis se interpusieron al paso de Manuel, que de un pechazo los mandó a descansar sobre el barro.
Desde entonces, Elvira vivió casi confinada por Luciano y también por Pilar, que influida por Luciano veía a Manuel como un peligro para su hija, a pesar de ser hijo de otro pontevedrés que ya en 1919 era capataz general de Pagola la mayor fábrica de calzado de la época (hoy transformada en la escuela Manuel Belgrano de Deán Funes y Cochabamba).
Los encuentros entre Elvira y Manuel fueron desde entonces escasos y furtivos, en medio de algún mandado rápido, o por alguna misiva que sus amigas, llevaban o traían, pero la decisión de esperarse hasta que ella fuera mayor de edad, pudo más que cualquier confinamiento paterno.
Cuando Elvira y Manuel se casaron, para peor, en la iglesia que Pilar tenía como propia, se cortaron todos los lazos con la hija rebelde y el yerno indeseado.
Ni siquiera la llegada de mi hermana, Celia (en recuerdo de mi tía fallecida) ablandó el corazón de los viejos que recién años después con el embarazo de mi madre para tenerme a mí, visitaron por primera vez la casa de Arriola, en Parque de los Patricios.
Y allí sellaron el reencuentro, siendo mis padrinos de bautismo.
Mi viejo que entonces empezaba a reemplazar a su padre en el comando de la fábrica de calzado familiar, le dio empleo en la misma, a sabiendas de que el trabajo no era una de las cualidades de Luciano.
Quiso el destino que Pilar en 1954 y Luciano mucho más adelante, fallecieran en la casa de mis viejos, en Arriola, atacados ambos por enfermedades incurables, pero atendidos solícitamente por Elvira, que todo lo perdonaba.
Cuando el reloj del tiempo, marcó para mis viejos un final prematuro (ambos fallecieron antes de los 65 años) convinimos con mi hermana, que ella se quedara con Arriola, y yo con el convoy de Somellera, donde todas las habitaciones bullían de ex inquilinos, ya intrusos para ese entonces.
La paciencia y la decisión, me permitieron establecerme con mis hijos muy pequeños en 1988.
Tuve que sacrificar la parra y el limonero, para darle cobijo a mis tres hijos, que hoy siguen prendidos al viejo sueño de Luciano y de Pilar, y a la determinación de Elvira y Manuel, hilvanando sus propias historias.
Silvana ha agregado otros dos habitantes a la lista. Dos irrespetuosos que aún portan mamadera.
Cuando creíamos con Angélica, mi esposa, que los ecos del convoy se iban apagando hasta quedar solos, de a poco los retoños fueron volviendo, y armando nido nuevo en el rancho viejo.
Ah, por debajo de la mesada del fondo permanece la amplia pileta, que Pilar puliera a costa de fregar, y las baldosas calcáreas del patio de principios de siglo, sobreviven al paso del tiempo.
No me animaría a borrar su presencia, como tampoco puedo dejar en casa el crucifijo de Pilar, que me acompaña en el llavero a cada lugar donde voy.


Manuel Vila

1:21 p.m.  
Blogger Gabriel Giubellino said...

Ahora sí, de aquellos gallegos a estos "irrespetuosos" con mamadera, la historia está completa. Por ahora.

8:28 p.m.  

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